Mi pequeño jardín es apenas un consuelo. Foto del autor.

CIUDAD DE MEXICO

Un mensaje que se quedó en “me dice el neumólogo que posiblemente tenga que buscar hospitalizarla”. Y luego cada quién a lo suyo. Nos desconectamos unos 10 días en los que cada uno entró en distintas fases de sus asuntos de diario. Lo mío bien, por fortuna bien. Intento mantener los ojos a lo lejos, en la vacuna que venga; trabajar cuantas horas sean posibles y comer lo más saludable que se pueda; atender un pequeño jardín que ya florea porque advierte la primavera y porque entiende que el edificio pardo de enfrente, mole gris que simula ventanas, es un golpe a la moral de cualquiera. Entonces florea, me florea.

Luego otro mensaje. Ayer por la mañana, en domingo. Murió la abuela, murió la madre. La tragedia como dos rayos que pegan en un mismo árbol con diferencia de días. No es un virus allá, en Wuhan; es un virus que tiene rostro de familia, que habla nuestro idioma, que satura nuestros hospitales y nuestros cementerios. Que arrebata todo lo que más queremos.

El Presidente tiene COVID-19 y si el Presidente tiene COVID-19, piensa uno, nosotros qué, uno qué. Nosotros cuándo, uno a qué horas. Pero yo no tengo un equipo multidisciplinario que me atienda, como por fortuna tiene el Presidente. Yo llamaré a los teléfonos que tengo anotados en postits (de los que ya di cuenta), todos de médicos privados, de mil quinientos a dos mil quinientos la consulta de 40 minutos y por teleconferencia. Compraré las medicinas que alguien en otra parte del país o de la ciudad me receta con un PDF que dan por válido en la farmacia. Ese médico nunca sabrá de mis sueños o del color que tiene mi lengua: apenas podrá contestarme un mensaje por WhatsApp, o dos, además de la consulta cobrada con anticipación. Es una pandemia y apenas contestan.

Luego dejaré de consultarlo porque estoy muerto, o porque he sanado. Él quizás ni se entere de mi destino, no sé.

Diez días antes: “Me dice el neumólogo que posiblemente tenga que buscar hospitalizarla”. Lo siguiente es un rayo, dos rayos que caen sobre un mismo árbol. La ira del virus, la tragedia. Dos funerales adelantados: uno para la abuela, otro para la madre. Y ni levantar la vista y ni pelarle los dientes al virus porque carga contigo, carga con uno. Dos funerales sin funeral. A rumiar muertos en soledad y encerrados. A soñar con ellos; a soñar con hace un año.

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El edificio pardo de enfrente, mole gris que simula ventanas, es un golpe a la moral de cualquiera y es un recordatorio sólido de la podredumbre. Nadie me lo dijo pero supongo que lo permitieron en el sexenio pasado con un río de dinero que llegó a los funcionarios precisos. Una mole de chorrocientos pisos y chorrocientos departamentos enanos. Antes lo veía por la ventana y me daba risa: le metieron luces de colores y parecía un Rothko mal copiado. Ahora me parece tan sombrío como un hospital, y pienso: allí, adentro, como en cientos de miles de edificios en todo el mundo, alguien verá los últimos destellos de su vida. Allí, pienso, pasará sus últimas horas. Porque eso está sucediendo: que muchos mueren o que se recuperan en sus departamentos, en sus casas, en sus cuartos porque otros mueren o se recuperan en espacios de hospitales de por sí saturados.

Me doy tiempo para pensar. Camino sobre los mismos metros cuadrados de mi encierro y pienso: mi generación asistió a los funerales de la seguridad social y apenas metió las manos. Así como elevaron ese edificio feo, así demolieron la seguridad social en apenas unos años. Y fueron los mismos. Vimos cómo se demolió la seguridad social para dejársela a “las fuerzas del mercado”, es decir, a los mercaderes de la salud, de los fondos de retiro, de las pensiones. Fuimos testigos de cómo nos quedábamos encuerados. Y se quedaron encuerados los que vinieron después de nosotros. Hospitales cuarteados, esqueletos vacíos, edificios simulados de donde salieron miles de millones a los bolsillos de “servidores públicos”. Los mismos “servidores públicos” que dejaron que brotaran los edificios pardos y demolieron hasta sus cimientos la seguridad social.

Mi pequeño jardín es apenas un consuelo, único trazo de la rebelión que me queda. Le salen flores que agradezco porque se atraviesan entre mi retira y el edificio pardo. El jardín de la azotea también me recuerda lo frágil que soy, que somos: esas plantas no serán prioridad si caigo enfermo. Marchitarán conmigo. Y yo entraré a una estadística y ellas no serán, siquiera, eso.