CIUDAD DE MEXICO

No se si López Obrador, AMLOVE, vaya a ser efectivamente el presidente del amor, lo que está claro es que no está dispuesto a convertirse en el presidente del odio o el rencor. No es un dato menor. El candidato que se presenta a sí mismo como el reivindicador de los olvidados y los oprimidos perfectamente podría asumirse como el portador de la venganza. No obstante, López Obrador ha elegido concebirse como el candidato del perdón. Pueden cuestionarse las implicaciones morales de su postura, pero no su cálculo político: mirar hacia delante y no hacia atrás es la única manera de intentar que la rabia se transforme en esperanza.

Se ha dicho, y con razón, que el inminente triunfo de Morena obedece al hecho de que muchos mexicanos tienen hoy más rabia que miedo. Andrés Manuel entiende que con la rabia se puede ganar una elección, pero es de poca ayuda para gobernar. Y allí están los ejemplos de Donald Trump o de Javier Corral para mostrarlo, toda proporción guardada. El primero abre frentes de batalla cada semana sin poder cerrar ninguno; el segundo se ha extenuado en el laberíntico proceso en el que se ha metido en su afán de llevar a la cárcel a su antecesor. No es deleznable la tesis de Javier Corral en Chihuahua; castigar a los corruptos del pasado es el primer paso para evitar la impunidad en el futuro. López Obrador, por el contrario, decidió ponerse práctico e invertir todo su tiempo y energía en lo que tiene por delante.

No pocos entre sus seguidores se han sentido decepcionados o confundidos al escuchar al tabasqueño prometer perdón a la mafia del poder, el llamado al borrón y cuenta nueva para sus enemigos y adversarios. ¿Para qué sirve el poder si no es para desahogar los agravios de los que se ha sido víctima?, se preguntan los más indignados de los morenistas.

Y, desde luego, no hay mayor desahogo que tomar revancha. Forma parte de la condición humana la pulsión que conduce a la venganza o por lo menos a la soberbia. ¿Cómo no embelesarse con las mieles del triunfo cuando nunca se ha triunfado?, dirán los que siempre se han sentido en las filas de los desheredados. Pero de la soberbia a la bravuconería solo hay un paso: “Si no les gusta, váyanse del país” o “si se oponen a los mandatos del pueblo, habrá que expropiarles sus empresas”.

López Obrador no parecería tener tiempo para la soberbia, la rabia o el revanchismo. Algunos tomaron su actitud como una estrategia de campaña para sumar votos o incluso como una promesa implícita de negociación (una especie de “respétenme el triunfo en las urnas y a cambio no les haré nada”). A mí me parece, más bien, una agenda de trabajo, una consecuencia inevitable del país que López Obrador tiene en la cabeza y el papel histórico que quiere desempeñar en su transformación.

Seis años es muy poco tiempo (y más aun para alguien que habla con tan largas pausas) y los retos son formidables. Llevar a la cárcel a Peña Nieto y a sus compinches es considerada por muchos miembros de la oposición una meta imperativa, una misión histórica, una mojonera a partir del cual edificar el futuro. A López Obrador le parece que eso equivale a desgastarse en infiernillos. Le resulta absurdo perder el tiempo con pillos mediocres cuando se tiene enfrente la posibilidad de cambiar la historia.

No sé si López Obrador pueda cambiar algo realmente. Los problemas de inseguridad, corrupción y desigualdad en México son formidables. Pero sean muchas o pocas las posibilidades de hacer algo al respecto, es indudable que sus probabilidades aumentan al sumar voluntades y no restarlas.

Por lo pronto me parece que ya ha conseguido algo. Hasta hace tres o cuatro meses entre sus simpatizantes predominaba casi exclusivamente la rabia y la irritación anticipada por los agravios pasados, presentes y futuros. Hoy observo que entre muchos de ellos comienza a colarse un sano sentimiento de orgullo y no poca alegría. Si logran contener la soberbia y hacer suyo el espíritu de su candidato habrán dado el primer y más importante paso: convertir a la esperanza en agenda de trabajo.

@jorgezepedap

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