“Abajo de 92 oxigenación, emergencia”; en otro: “arriba de 37.5 de temperatura, emergencia”. Foto: Alejandro Páez Varela.

CIUDAD DE MEXICO

Ahora sí lo puedo contar. Abres el correo y allí está: el virus se ha metido en casa. Es la confirmación de lo que sospechábamos. No soy yo, pero como si lo fuera. No soy yo porque lo dice el papel pero creo que sí, que también soy yo. Vienen los días más difíciles, las horas más complicadas. Así como el cuerpo reacciona al virus con una tormenta de citocinas, así el cerebro tiene su propia tormenta: qué hicimos mal, si nos mantenemos encerrados; dónde estuvo la falla. Vas de regreso, sobre tus huellas. Te ves las manos, como si fuera posible advertir al bicho a simple vista. ¿Qué hicimos mal? Cero fiestas, cero contacto con nadie. Yo ni familia tengo en México, aunque ella sí; pero nada. Nada de contacto con nadie. Abres el correo y dice lo que dice: que ella es positivo, que yo no. Pero no me la creo.

Primero lo primero: hay que salir adelante. Vivimos los dos en el departamento; a dividir todo, a marcar zonas seguras con lo que hay, que son las tétricas bolsas negras. A asumir las tareas que me tocan, que serán casi todas. A sellar la puerta. A buscar teléfonos de médicos que, dicen, escasean. A contar los días y todo a contrarreloj: me armo con un bloc de postits para anotar lo inmediato. En uno pongo: “Abajo de 92 oxigenación, emergencia”; en otro: “arriba de 37.5 de temperatura, emergencia”. Lo inmediato es ver el refrigerador y la alacena para que la comida y el agua de beber no falten. Salí negativo pero creo que en la segunda prueba saldré positivo. Según mis cálculos, tendré unos 5 días para preparar todo antes de que en un cuarto esté ella y en otro esté yo, ambos en crisis.

Ella es joven y es mujer. Me meto a una calculadora de riesgos por COVID: sale muy abajo. Entonces, calculo, tendré que atenderla con fiebre y cuando ella vaya saliendo, yo estaré entrando en la fase crítica. Trato de acomodar racionalmente la fase que llamo “crítica”: los dos noqueados, pero ella saliendo y yo cayendo al abismo. Calculo 7 días muy difíciles. Los dos necesitaremos caldos de verduras con pollo, con res y con pescado. Rápido empiezo a cocinar: siete días, raciones dobles. Catorce calditos listos; sólo hay que descongelar y calentar. Cualquiera de los dos tendrá fuerza para hacerlo. Apunto en postits y los acomodo en un lugar visible: teléfonos de emergencia, un hospital, un especialista en pulmones.

Le escribo a cuatro amigos, tratando de no alarmar ni de mostrarme alarmado. Les advierto que quizás vienen días complicados para mí, que tendré que arreglar cosas. Uno me ayuda a sacar cita por adelantado con el especialista en pulmón (casi lloro de contento) y me dice que tiene idea de cómo conseguir oxígeno –él y su madre padecieron el bicho–. Otro ve con una notaría y me manda un formato a llenar que podemos acelerar para que sea una especie de testamento: “no quiero dejarla desprotegida”, le digo. A otros dos los advierto que quizás deban asumir ciertos tramos de mis obligaciones “mientras me recupero”.

Primer médico, primera videollamada. Estamos los tres. Todo se concentra en ella, como debe ser. El médico es muy práctico o es un patán: qué más –repite–, qué más. Le digo que yo salí negativo y que he sido fumador; que espero poder hacerme una segunda prueba porque es casi seguro que estoy contagiado. Le digo que si quiere pago de una vez una consulta. Me responde casi como si tuviera lepra: “Usted sí se va a complicar. Cuál consulta, hablamos luego”. Un balde de agua con hielos. Mi mente: algo vio. Mi mente: ni siquiera nos quiere cobrar una consulta; quizás cuando hablemos, que es luego, me va a mandar derecho a un hospital. Mi mente: pues estoy en el desahucio. Mi mente: pinche doctor ojete. (Mi mente y yo nos daríamos cuenta que, en efecto, pinche doctor ojete). A ella, dos medicamentos y Peptobismol. No le digo a ella que esos dos medicamentos juntos son totalmente experimentales; sólo le digo que si me enfermo, de inmediato me consiga esos mismos medicamentos. Son experimentales pero no son dióxido de cloro e hidroxicloroquina. Había leído que juntos, estos dos medicamentos habían resultado buenos. No le digo nada a ella pero el doctor ojete está apostando y quizás gane. Y ganó: ella se recupera bien, pronto.

Catorce caldos listos, para siete días complicados: de res, de atún y de pollo. Yo no como pollo, cerdo o camarones. A veces camarones. Mi papá decía que son cucarachas de mar, no soy fan. Pues ahora se me antoja una bolsa de chicharrones. No tengo sobrepeso y soporto unos chicharrones, pienso. Pero no, no, no como cerdo desde hace muchos, muchos años. No voy a empezar ahora. Menos cuando tengo tanto por hacer. Atiendo a las mujeres de mi casa: a ella, que está en cama y evoluciona bien, y a Simone, de 14 años, que es demandante. Aunque siempre será mi cachorrita, Simone es ya una mascota madura, una perrita madura. A veces se hace pipí y hay que bañarla, limpiarla y limpiar pisos. No me importa limpiar pisos de su pipí: sé que es incontinente por la edad y ya. Si se tiene que hacer pipí que se haga. Total, que para eso me tiene; total, que hemos sino felices tantos años, ¿cómo no voy a limpiar su pipí ahora que es vieja? Para mí será siempre una cachorra y punto. Me necesita más ahora y punto.

Escucho, palpo y siento mi cuerpo. Cualquier señal me puede advertir, antes de la prueba, que sí me contagié. He lavado y lavado los pisos y los platos a diario, obsesivamente y pues siento adoloridos los brazos. Escucho mis pulmones. He estado leyendo todo sobre el SARS-CoV-2 y sobre la COVID y no quiero leer más. Me asusta leer en estos momentos. Pienso: lo que sé y ya. Con eso debo estar consciente de que soy, si no del grupo de mayor riesgo, sí de riesgo mediano. Pienso en la ruta que recorreré como enfermo pero no quiero enfermar. Duermo en alerta. Pego la oreja a la puerta de ella para ver si está bien. Le marco, nos marcamos. Nos medimos los dos. ¿Estás bien?, me pregunta. Yo lo mismo. Gotas de gordo aceite son mis días, como dice Guillén. Y es cierto: pasan tan lentamente que no pasan. Dejamos al doctor Pepto. Así lo llamamos porque a todos los mensajes responde con una palabra: “Pepto”. Pasamos con una médico más cálida que nos responde de maravilla. Y pienso que tengo una cita con un especialista en pulmones en lunes. Hemos calculado: el viernes me hago segunda prueba, el sábado me dicen que tengo COVID y el lunes ya voy camino al especialista. El cerebro es una tormenta pero el reloj no tiene prisa. Cuento los minutos, las horas.

Por fin, llegan a hacerme la prueba. Viernes largo. Sábado largo. Y llega el resultado: negativo. Me hinco sobre las rodillas y doy gracias a Dios. Le había pedido misericordia y la tuvo; le doy las gracias. Negativo. Ella está contenta y recuperándose, y Simone parece no enterare aunque, creo, lo está: todo este tiempo no se hizo pipí una sola vez. Supo aguantarse. Pudo aguantarse.

Yo me tomo todo esto como un ensayo por si en algún momento salgo positivo. Me cuido mucho, pero nunca se sabe. No sabemos, por ejemplo, cómo se metió el virus a casa. Saco dos caldos de atún con papa para celebrar. Empiezo a descongelar dos caldos diarios; catorce caldos, siete días. Eran para los días más complicados. Los días que, por fortuna, no llegaron. Los días que otras familias están sufriendo ahora mismo, mientras escribo.

Vacunas, vacunas, mi reino por las vacunas. ¿Cuándo terminará todo esto?

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