Aglomeraciones en la Ciudad de México. Foto: Rogelio Morales, Cuartoscuro.

CIUDAD DE MEXICO

La sombra cayó en 2020 sobre miles de millones de personas en el mundo. De golpe, fría como es la sombra. El cálculo es que 10 millones de personas ingresen al estatus de la pobreza en México; Naciones Unidas estima que, de la población mundial, 130 millones se agregarán a la situación de extrema pobreza. Es una cifra, dice, no vista en 22 años.

Pero 2021 no será distinto. De hecho, en este año sentiremos plenos los efectos de 2020. Los nuevos pobres llegarán sin la esperanza de que su situación mejore. El mundo sigue bajo la sombra de la pandemia. Y si nos va bien, para el verano se habrán vacunado los más vulnerables en nuestro país (personal médico y adultos mayores) y luego empezará la inmunización de quienes hacen la economía, es decir, los que mueven el PIB y que son mayoría. Para la segunda mitad del año empezarán a vacunarse los que dan vueltas a los engranes en las naves industriales; los que abren los suelos para la siembra. Hasta entonces, muchos no tendrán más opción que asumir el riesgo de enfermar, o morir de inanición. Suena trágico porque es trágico. Y no somos a los que peor les va.

The New York Times preguntó a la gente qué haría cuando la pandemia acabe. Recibió cientos de respuestas. La mayoría dijo que abrazar, besar y encontrarse con los suyos; salir a bailar, a divertirse, a tomarse unas copas en los bares. “Ser parte de una multitud anónima”, dijeron varios, en rechazo al distanciamiento social. Viajar como nunca antes. Y nunca más recurrir a Zoom para una cita. Gente que quiere recuperar el mundo que dejó en 2019. Que quiere de regreso aquél mundo egoísta y miserable que hizo de este uno más crudo. Nadie, ni por error, mencionó voltear al otro. Mucho menos a alguno de los 130 millones de individuos que ya no podrán satisfacer necesidades vitales básicas, como comer, tomar agua potable, tener un techo, salud y educación.

No hubo un pensamiento para esos que en 2020 perdieron el estatus de pobres y se hundieron más en el fondo, hasta el nivel más bajo y extremo, donde la sombra es espesa y el frío hace remolinos para congelar el último respiro de la vida.

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Cuando la sombra empiece a ceder, que no sé cuándo sea, entonces podremos ver el mundo que queda. Es como en la mañana de una parranda de pueblo pero sin la parranda: allá, abajo de las mesas, muchos que perdieron todo. Acá, arriba del árbol, unos cuantos que se encaramaron para guardarse las manzanas y quizás para comerse a la quinceañera. En la fuente seca, un perro; y junto al perro, los niños y los ancianos que está listos para ser borrados porque los más desvalidos siempre están listos para ser borrados. Y no tengo duda que adentro de la casa principal están los que se mantuvieron a salvo durante esta parranda sin parranda porque tuvieron el control sobre ella; porque la gobernaron.

No dudo que habrá muestras de solidaridad. Saldrán los multimillonarios a mostrarse generosos con los más desvalidos, al menos de palabra. Esa solidaridad falsa, sin embargo, es el inicio de la trampa. Esta pandemia nos hizo pedazos porque el mundo se sostenía sobre una rama débil por culpa de los falsos generosos. El tema está allí, y es el que conviene revisar: que resulta que este mundo se pudo desvencijar tan fácil porque viene desvencijándose de tiempo atrás; porque los sistemas de salud están destruidos; porque los más ricos esperaron en mansiones con alberca y los más pobres tuvieron que salir por un pan mientras se desbordaba el río de la pandemia. Y no hay regreso a la normalidad a menos de que se cierren los ojos: el mundo que se querrá construir después de la pandemia será sobre los cadáveres de cientos de miles; así como se ha construido sobre los cadáveres de cientos de miles de muertos de hambre de nuestro pasado inmediato; del mundo que ayudamos a rodar hasta finales de 2019.

Esa solidaridad es la misma que siente alguien por el sin-casa que se acostó junto a su puerta alguna vez: se saca la mano, se lanzan las sobras y listo, asunto arreglado. Pues no, no es asunto arreglado. Esa solidaridad es falsa. Resulta que el sin-casa tiene hambre y se comerá las sobras, pero tiene más: tiene fiebre de piojos, fiebre de Estado-que-le-falla, fiebre causada por un sistema que está hecho para mandar al indefenso adonde la sombra es más espesa y el frío hace remolinos para congelarle el último respiro.

Ese sin-casa (sin nombre, porque nació sin nombre y morirá sin nombre) y todos los sin-casa del mundo tienen el tipo de fiebre que no se quita con falsa solidaridad. Se requiere meterle un termómetro al mundo y aceptar que su economía está enferma de avaricia y egoísmo; se debe reconocer que los países más ricos se tragaron millones de vacunas más de las que necesitaban y dejaron desvalidos a los de siempre. Etcétera.

Necesitamos que salga la luz, primero. Y ver, con los ojos bien abiertos ver. No permitir que nos ciegue la estupidez. No sentirnos libres porque dejamos los cubrebocas. Entender que si 10 millones de personas cayeron en pobreza en apenas 10 meses, es porque ya estaban en ella pero no se habían dado cuenta, no nos habíamos dado cuenta. Entender que este mundo necesita cirugía mayor, y que no será con dádivas como la obtenga.