Creo que estaremos juntos primavera, verano, otoño y quizás todo el siguiente invierno –soy optimista y quiero vivir hasta entonces– cuando llegue una vacuna segura.

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CIUDAD DE MEXICO

Regreso al súper por tercera vez. Las dos primeras me asustó la presencia de tantos repartidores de Cornershop, la empresa de entregas a domicilio. Son los más temerarios compradores que conozco. Ven la tienda como Secretario de Estado en tiempos de Enrique Peña Nieto: van en contrasentido, estiran el brazo sobre tus hombros y se llevan todo lo que esté a su alcance. Pero ellos tienen prisa porque se la juegan por un porcentaje (bueno, los otros también). Están expuestos al coronavirus como nadie y quizás por eso se vuelven temerarios. Su seguridad está vulnerada, creo; la de los otros pasa a segundo plano. Los entiendo pero no los justifico. En fin: regreso al súper por tercera vez en la semana porque hay menos gente. Evito a toda costa las frutas y verduras porque es allí donde se amontonan más. Alguien debería enseñarles nuevos modales de COVID-19 antes de que sea COVID-21. Hacen falta ideas simples, como establecer rutas seguras de circulación para clientes y dar un trato especial, seguro y por separado a los repartidores a domicilio. Se va a terminar la pandemia (la próxima semana, dice López-Gatell; es decir, algún día) y quizás ajusten sus protocolos.

Y regreso al súper para resurtirme porque creo que será un encierro más largo de lo que había pensado. Gran parte de mis actividades son de encierro, así que me preparo para resistir en casa. Fui por cosas de limpieza como trapeador y escoba, geles de cloro, limpiadores de trastes y toallas desechables de cocina. Y más alcohol. Fui por leche y cerveza. Tengo verduras y preparé y congelé las clásicas: tomate cocido, chiles asados, alguna juliana, elotes pasados por el asador. Voy a encargar garrafones de agua y más leche. Quizás en los siguientes semanas deba salir por cosas de trabajo pero voy pertrechado y regreso a casa. Eso pienso. Planté tomates-uva y voy a plantar lechugas, chile, cilantro y cebolla de rabo. Mis tomates-uva van muy bien. Le dan emoción a mi vida, sobre todo en las mañanas cuando las plantas y yo volteamos para ver los primeros rayos del sol. Aprecio los amaneceres. Antes me agarraban en el camión o en la bicicleta rumbo al trabajo. La salida del sol me daba la sensación de que iba tarde y ahora no; ahora me alegra. Siempre pienso que voy tarde a todas partes. Alguna vez en el Metro vi el reloj digital de la estación y estaba descompuesto, congelado en una hora inexistente como de caracteres chinos que parpadeaban. Pensé: “Chin, voy tarde”. No se va tarde a ninguna parte cuando se desconoce la hora. Pero así soy. También esa sensación tuve en el súper: voy tarde, dije, en las compras. Compras de pánico. Segundas compras de pánico o, visto de otra manera, mi rebrote en las compras de pánico. Porque es rebrote de compras de pánico. Mi rebrote. Y quisiera decir lo mismo de la pandemia, pero no: estamos montados en la misma curva de marzo-abril-mayo. No ha bajado.

Las cosas que han pasado desde el inicio de mi encierro. El 4 de mayo, López-Gatell dijo: “Sobre la estimación de mortalidad, sigue siendo la que hemos proyectado. Ahorita tenemos dos mil 271 personas que han perdido la vida por COVID y estamos cerca del punto medio de la curva epidémica. En el descenso de la curva podemos tener las otras más o menos dos mil o tres mil, y con ello ya tendríamos casi seis mil o cinco mil 271”. Exactamente un mes después, el 4 de junio, el mismo López-Gatell estimaría 35 mil muertos. “Una vez que ha transcurrido la epidemia en Estados Unidos, en Canadá, en Europa Occidental, y en otros países hay mayor información, y esa información nos ha llevado a visualizar la conveniencia de tener estimaciones locales, no asumir en ningún momento como todavía apareciera estar presente esta idea de hoy ya equivoca en la conciencia de algunas personas de que hay una sola epidemia nacional. Afortunadamente no es así, y por lo tanto, no hay una sola estimación general, pero preservamos de manera referencial esta idea de que podrían, este ciclo epidémico, llegar hasta 30 mil o incluso 35 mil defunciones, todas y cada una, todas y cada una lamentables”. Me pregunto cuál será la estimación para el 4 de julio del mismo López-Gatell. En 31 días multiplicó por seis su estimación. Saco la calculadora del celular: me da 210 mil muertos. No quiero ser uno de ellos. Seguiré mi vida con un jabón en una mano y un atomizador de alcohol en la otra.

Mis mascarillas N95, las que compré por puro paranoico cuando estaba todavía en la oficina, empiezan a resultarme insuficientes. Están sucias y vaya que las cuido. Me está pasando como con los posibles medicamentos y las posibles vacunas: espero posibles mascarillas menos aparatosas y más efectivas conforme pasan los días. Pienso que, como yo, así razonan millones, incluyendo diseñadores. Entonces espero mascarillas mejores para cuando tenga que reemplazar éstas que tengo. Unas lavables, padres, que no me aprieten ni me marquen los cachetes; unas que no me den alergia, otra reacción alérgica de piel como las mil que ya tengo.

Quizás un casco que me cubra la cabeza y sea cubrebocas-careta al mismo tiempo. Eso. Que caiga sobre los hombros y no me empañe los lentes. Me estoy esperando. Me meto a distintos sitios a verificar si ya hay algunas disponibles y no tan caras. Todavía no hallo. Y a la vez, me meto a distintos sitios para verificar cómo vamos. Lo siento por los fans de López-Gatell: no veo la conferencia de las 7 de la tarde (repetida, porque a esa hora tengo noticiero). O la veo, pero con escepticismo. Desde que reconfiguré mi cerebro para hacerle entender que el Centinela no es manera de medir una pandemia, me he alejado de esa conferencia. Le creo poco. De verdad. No me da tranquilidad alguien que tiene diarrea verbal y esconde los verdaderos datos entre miles y miles de palabras. Para eso, para novelas de terror/acertijos/misterio, tengo autores que sí me gustan y no juegan con mi vida.

Regreso a Our World in Data, que la University of Oxford. Hay un nuevo gráfico: Per capita: COVID-19 tests vs. Confirmed deaths. Both measures are shown per million people of the country’s population, es decir, “Per cápita: pruebas COVID-19 versus muertes confirmadas. Ambas medidas se muestran por millón de personas de la población del país”. Mal, mal. No hacemos pruebas y no sabemos cuántos muertos hay, en realidad. Eso dice el gráfico. Eso grita el gráfico. No los aburro con los detalles. Concéntrate, Páez, me digo: un casco que me cubra la cabeza y sea cubrebocas-careta al mismo tiempo; que caiga sobre los hombros y no me empañe los lentes. A resurtirse al súper porque será un encierro más largo del que había pensado; a resistir en casa hasta donde se pueda. Hasta que llegue la vacuna, básicamente. Porque no sé qué es lo que está pasando allá afuera a pesar de que soy periodista, de que soy un nerd y me la paso leyendo día y noche sobre el tema. Leo The Lancet, The Journal of Medicine, todas las revistas especializadas a mi alcance. Soy de esos privilegiados que saben que si buscan, van a encontrar. Y busco y encuentro. Pero no son buenas noticias. Ya ni las quiero compartir sino con el pequeño club de paranoicos, todos de mi edad y con poco cabello, que nos peleamos por darnos malas noticias vía WhatsApp. (Y es que, claro, soy de los pocos que saben que los hombres de poco cabello y maduros suman posibilidades de morir de COVID-19).

Apuntes para el diario de mi encierro: buscar un sistema más sofisticado para un huerto en casa. Me divierte la idea y me permite escapar; agregar algo distinto. Sembrar papa también. Si en las pelis donde llegan a Marte pueden hacerlas crecer, así como es Marte, yo sería un burro si no logro las mías. Papas y acelgas. Papas, acelgas y fresas. Cuando escribí –junto con dos colegas periodistas– el libro Pandemia, el subtítulo decía: ¿Estamos listos para el rebrote? La conclusión era que no, obvio; ya ni lo compren. Pero lo peor no es eso. El libro es de 2010 y diez años después yo no estaba listo para el rebrote a pesar de haberme leído kilómetros de libros de pandemias, sobre todo las del Siglo XX. ¿Estaba listo para el coronavirus? Claro que no. Escribí un libro pensando en los otros, no en mí. Me doy cuenta ahora, cuando leo y leo cifras y cruzo datos y me sorprendo. No debería estar sorprendido.

Regreso al súper por tercera vez. Las otras dos fui, me asomé de lejos y me regresé a casa. Estoy aprendiendo de horarios para hacer compras. Otros están calculando lo mismo que yo, así que fui –contra toda lógica o adelantándome a los demás– en domingo por la mañana. Pensé: todos huyen de un domingo en la mañana porque saben que todos queremos ir en domingo en la mañana. Y estuvo bien. Calculé bien. No había tanta gente. Hallé alcohol, por ejemplo, y nunca hay alcohol. Me encontré a los que surten despensas a domicilio. Ahora hay gente de mayor edad, rondando los 60 años o así, arriesgando su vida en repartos a domicilio. Alguien debería enseñarles nuevos modales de COVID-19 antes de que sea COVID-21; antes de que se les pegue el bicho en la careta y sin querer se lo lleven a los dedos y luego a la nariz, los ojos o la boca. Otro apunte para el diario de mi encierro: comprar lijas y barniz para mi escritorio. Es increíble que pase tanto tiempo sentado frente a él y esté tan descuidado. Vamos a lijarlo con calma y a barnizarlo. Vamos a dejarlo como se merece, mi dulce escritorio fiel, porque creo que estaremos juntos primavera, verano, otoño y quizás todo el siguiente invierno –soy optimista y quiero vivir hasta entonces– cuando llegue una vacuna segura. No como la que sacará Trump antes de las elecciones; no como la que repartirán Putin y Xi. Una que realmente sea segura y que dé tiempo para escribir un libro que se llame: Pandemia. ¿Estamos listos para el rebrote? Y prometo que a ese libro sí le pondré atención.