Ciudad de México

Venezuela está inmersa en un bucle de caos. Tras una elección cuestionable y la incapacidad gubernamental de dar certeza, opositora de sofocar violencia y estadounidense de apaciguar impulsos intervencionistas, la ingobernabilidad estalló. Los llamados a la cordura de Brasil, Colombia y México fueron de los contados actos de mesura en un ambiente irrespirable. Culpar solo al poschavismo sería pereza mental con los antecedentes de desestabilización planeada en Washington. Si un golpe de Estado no ha sido consumado en estos días aciagos es porque los fajos verdes del norte no llegan (aún) a los otros verdes: los uniformados del sur. Cuando las aguas se templen y venga el desempate en lo que hoy es un tablero atorado, la historia regional repudiará la mano externa que cultivó la necrofilia en patio ajeno.

Los presidentes estadounidenses son corresponsables de la desestabilización venezolana. Obama escribió el primer capítulo de una obra fallida en el 2015 cuando sancionó a siete altos funcionarios por su implicación en actos de represión en febrero 2014, ya sin Chávez. En ese momento la focalización en la cúpula era la norma, pero Trump impuso en agosto del 2017 nuevas sanciones mediante el decreto 13808 que declaraba una “emergencia nacional” so pretexto de violaciones a los derechos humanos, aunque después sería evidente que la intención real era el cambio de régimen. El castigo social fue profundizado en enero del 2019 (decreto 13857) cuando Trump reconoció a Juan Guaidó como presidente interino, acto de implicaciones económicas devastadoras.

Estados Unidos no gatilló el descenso económico, pero sí la depresión. Tras la muerte de Chávez en 2013, el PIB se contrajo en un cuarto entre 2013 y 2016 y la inflación tocó tres dígitos con la caída internacional de los precios del petróleo a menos de 30 dólares por barril (enero 2016). Además de las vulnerabilidades seculares de una economía de monocultivo y los errores de política económica acumulados, la mayoría opositora en la Asamblea Nacional (2015) dejó sin aprobación cualquier préstamo externo al gobierno y declaró que cuando llegara al poder no reconocería la emisión de nuevos bonos: un cierre de puerta de facto a cualquier renegociación de la deuda soberana. Encima, las sanciones del 2017 impidieron la reestructuración crediticia de PDVSA en los mercados financieros de Estados Unidos. Antes de la pandemia de COVID, la economía entró en severo estrés.

Para dimensionar las sanciones, hay que pintar al diablo. Trump redujo a cero las importaciones de petróleo venezolano, cuando en 2018 más de un tercio de la producción (unos 600 mil barriles diarios) terminaba en Estados Unidos. Además, presionó a las refinerías de India y otros países a cortar lazos con Venezuela, amenazas creíbles por el poder asimétrico estadounidense de sancionar a instituciones extranjeras. También congeló reservas en oro y confiscó 1.2 mmdd de reservas en el Banco de Inglaterra y una planta de fertilizantes en Colombia valorada en 269 mdd. El FMI, donde EE.UU. manda y guarda poder de veto, suspendió en 2019 el acceso de Venezuela a 400 mdd en derechos especiales de giro. Asimismo, Trump cortó a la Reserva Federal y a todos los bancos estadounidenses de las rutas venezolanas para realizar pagos internacionales, forzándolas a suspender sus servicios de corresponsalía por miedo al estigma y a represalias. Contra su voluntad, Venezuela fue aislada del mundo.

Estas y otras sanciones infligieron un castigo colectivo. A nivel macroeconómico, la pérdida de crédito y de mercados hundieron el mantenimiento y las operaciones petroleras. La producción de PDVSA cayó 30 por ciento en 2018 tras un -11.5 por ciento en 2017. Esa desaparición de divisas estimada en 8.4 mmdd más el declive en la recaudación frenó en seco la importación de medicamentos, alimentos, equipo médico y más delante de vacunas anti-COVID. Mark Weisbrot (CEPR) y Jeffrey Sachs (Columbia University) estimaron en 2019 que las sanciones habrían colaborado en alimentar la hiperinflación si se toman como referencia otros episodios históricos donde grandes choques externos alteraron los ingresos gubernamentales y distorsionaron la balanza de pagos.

El grueso del impacto de las sanciones trumpistas fue absorbido por la población civil, no el gobierno. Las menores compras internacionales de alimentos causaron desnutrición y retraso del crecimiento infantil. Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI), la mortalidad en niños y adultos se disparó 31 por ciento de 2017 a 2018—  o unas 40 mil muertes sobre tendencia—. Los más afectados fueron los pacientes necesitados de antirretrovirales, diálisis, insulina y medicina para tratamientos cardiovasculares. En 2018, la Federación Farmacéutica de Venezuela informó que la escasez de medicamentos esenciales era del 85 por ciento. En algunos casos, la importación era imposible aún con dólares en mano por los bloqueos al sistema de pagos. Esas carencias fueron agravadas por la migración de un tercio de los médicos del país. Entre lo irónico y lo macabro, Estados Unidos cerró puertas a muchos de ellos.

La normalidad económica fue cortada de raíz. Las sanciones también mermaron la importación de diésel, indispensable para operar los generadores térmicos de respaldo, y alteraron la compra de refacciones de proveedores internacionales, como General Electric. Esa afectación aumentó la dependencia hidroeléctrica, frenó pagos a proveedores y detonó cortes frecuentes al suministro de energía. La crisis eléctrica afectó asimismo el funcionamiento de hospitales. El economista Francisco Rodríguez, opositor a Maduro pero crítico de las sanciones, estima que los apagones contrajeron en un 6.4 por ciento el PIB en el 2019 y que las sanciones perjudicaron gravemente a los más vulnerables, como en los casos de Afganistán e Irán (2023).

Sin ambages y sin tiento, Trump buscó un cambio de régimen. El 8 de febrero del 2019, Reuters reportó que Estados Unidos estaba “manteniendo comunicaciones directas con miembros del ejército venezolano instándolos a abandonar al presidente” y por esos días Mike Pence declaró “Maduro debe irse”. La estrecha colaboración con la oposición antichavista y las políticas de fomento a la insurrección buscaron alterar el curso económico y político del país. Y tan lo lograron que la crisis migratoria en la frontera con México fue en esencia autoinfligida.

Las sanciones unilaterales de Trump fueron y siguen siendo ilegales. El artículo 19 del Capítulo IV de la Carta de la OEA dice que “ningún Estado tiene derecho a intervenir directa o indirectamente en los asuntos internos o externos de cualquier otro” y el (art) 20 que “ningún Estado podrá aplicar o estimular medidas coercitivas de carácter económico y político para forzar la voluntad soberana de otro Estado y obtener de éste ventajas de cualquier naturaleza”. Weisbrot y Sachs resumen la ilegalidad extendida (2019): “Estas sanciones encajarían en la definición de castigo colectivo de la población civil, tal como se describe en las convenciones internacionales de Ginebra y La Haya, de las cuales Estados Unidos es signatario. Estas sanciones también son ilegales según el derecho internacional y los tratados que ha firmado EE.UU., y parecería ser que también violan la legislación estadounidense”.

La sentencia de muerte para miles de venezolanos empujó al país al no retorno. La depresión y la migración pospandemia descarrilaron la normalidad democrática. Allende filias y fobias, profusas cuando de Venezuela se trata, el gobierno y la oposición adoptaron posturas irreconciliables que detonaron una crisis de Estado. Mucho antes de Maduro, Álvaro García Linera teorizó sobre lo que llamó un empate catastrófico donde confluyen tres aspectos: “(1) confrontación de dos proyectos nacionales de país, dos horizontes de país con capacidad de movilización, de atracción y de seducción de fuerzas sociales; (2) confrontación en el ámbito institucional — puede ser en el ámbito parlamentario y también en el social — de dos bloques conformados con voluntad y ambición de poder, el bloque dominante y el social ascendente, y (3) parálisis del mando estatal y la irresolución de la parálisis” (2008). Venezuela es un caso de estudio obligado.

El desempate o la salida de la crisis de Estado demanda en primer lugar prudencia. Llegados a este punto, el atrincheramiento inducido es inexplicable sin dos que bailen tango. Por un lado, la intervención de Trump sentó un sombrío precedente regional como en su momento fue el de Nixon hacia Allende. Por otro, una oposición que ofrece como horizonte el desconocimiento de la deuda soberana y cárcel expedita augura violentos futuros revanchistas, como fue para los desaparecidos en Argentina, Chile y otros países que sufrieron golpes de Estado con la complicidad del norte. Desescalar es simple y llano sentido común.

La postura intervencionista de Trump además de cosechar muerte resultó políticamente torpe. Las sanciones inhumanas fueron ayer la vía al desastre, pero hoy hay alternativas libres de sangre. La mediación con acuerdos de Brasil, Colombia y México despresuriza y aísla la imprudente intervención de la OEA. Es una posible salida latinoamericana para los latinoamericanos y apenas un primer paso para resarcir el severo daño infligido por sus corresponsables.

*Mario Campa
Mario A. Campa Molina (@mario_campa) es licenciado en Economía y tiene estudios completos en Ciencia Política (2006-2010). Es maestro (MPA) en Política Económica y Finanzas Internacionales (2013-2015) por la Universidad de Columbia. Fue analista económico-financiero y profesor universitario del ITESM. Es planeador estratégico y asesor de política pública. Radica en Sonora.